Jason Godesky / Tribu de Anthropik
#25 de Treinta Tesis
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No existe nada que haya tenido un impacto negativo tan profundo en nuestra calidad de vida como la civilización. Como ya hemos visto, introdujo el mal innecesario de la jerarquía (ver tesis #11); introdujo como estilo de vida la agricultura, que es difícil, peligrosa y nociva para la salud (ver tesis #9); provoca enfermedades (ver tesis #21) sin el balance de una medicina superior que pueda contrarrestar sus consecuencias (ver tesis #22). Introdujo niveles endémicos de estrés, una dieta y estilo de vida mal adaptados a la naturaleza humana y con efectos deletéreos para nuestra salud, introduciendo la guerra tal como la conocemos hoy en día y desastres ecológicos sin poder remediar y equilibrar esos resultados; no controla la medicina en monopolio, ni los conocimientos generales del mundo (ver tesis 23), ni siquiera el arte (ver thesis #24), haciendo que el impacto de la civilización sobre la calidad de vida sea un desastre.
La medición de calidad de vida debe hacerse con mucho cuidado, pero el Índice de Desarrollo Humano de las Naciones Unidas (HDI) se concentra únicamente en tres criterios: longevidad, conocimiento y estándar de vida. En el caso del HDI los tres se miden de forma tal que surge un sesgo en favor de la civilización. Por ejemplo, la longevidad se mide con la expectativa de vida al nacer, una medida que presume la creencia común de la sociedad civilizada que la vida comienza al nacer. En el promedio no considera los abortos, aunque en nuestra propia cultura no existe un acuerdo de cuando comienza la vida. Debido a tal desacuerdo, no debemos estar terriblemente sorprendidos cuando aprendemos que otras culturas tienen distintos parámetros para marcar el comienzo de una vida. Las culturas forrajeras, por ejemplo, a menudo sostienen que la vida comienza a los dos años y por lo tanto, clasifican tanto infanticidio y aborto en la misma categoría. Los niños no tienen un nombre asignado ni se les considera personas hasta llegada esa edad. Una mujer !Kung entra en labor de parto y camina hacia unos matorrales, tal vez regrese con un bebé o sola. Ya sea que haya muerto al nacer o asesinado, no le incumbe a nadie más. Esta actitud da a los forrajeros una tasa de mortandad infantil muy alta, permitiendo que muchos comentaristas asuman que su forma de vida ha de estar terriblemente azotada por enfermedades que reclaman la vida de muchos niños y en última instancia distorsionan las estadísticas de dicha práctica para comprobar lo desfavorable que es la calidad de vida de forrajeros. En realidad, ese tipo de comentarios provee un atisbo del poder del etnocentrismo para corromper lo que podríamos considerar estadísticas objetivas.
Una forma menos sesgada de medir tomaría la esperanza de muerte a una edad determinada. Richard Lee señaló que cerca del 60% de los !Kung que encontró sobrepasaban los 60 años (En los países occidentales, ese número gira en torno al 10-15%). La tabla que Hillard Kaplan et. al publicó en “Una teoría de la historia de la evolución humana: dieta, inteligencia y longevidad nos instruye más al respecto. Si comparamos a los Ache, Hazda, Hiwi y !Kung se muestra una probabilidad promedio de supervivencia a la edad de 15 años del 60% (lo cual refleja el enorme impacto del infanticidio normalizado), pero la esperanza de muerte a los 15 asciende a 54.1 En “Antigüedad de la vida postreproductiva: ¿hay impactos modernos en la esperanza de vida de los cazadores-recolectores postreproductivos?”, Burton-Jones et. al nos presentan con otra tabla en la p. 185, mostrando que a la edad de 45, las mujeres de !Kung tendrían 20 años más de esperanza de vida, logrando vivir 65 años, las mujeres Hadza podían esperar vivir otros 21.3 años para un total de 66.3 años y las mujeres Ache podían esperar otros 22.1 años para un total de 67.1 años. También debemos de tener en cuenta que todas las culturas forrajeras que fueron estudiadas para derivar estas estadísticas viven en el desierto del Kalahari, un ecosistema extremadamente marginal y difícil, incluso para forrajeros. ¿Podríamos esperar un aumento significativo en los números de forrajeros si se les permitiera recorrer las sabanas del sub-Sahara a las que los humanos están adaptados a vivir o unos bosques frondosos? Sólo podemos especular, aunque la respuesta intuitiva sería afirmativa.
La expectativa de vida de 54 años o incluso de 67.1 nos puede parecer deprimente a quienes vivimos en los E.E.U.U., pero aquí, en 1901, la esperanza era de 49. Sólo recientemente la expectativa de vida dentro de la civilización ha alcanzado a la de los forrajeros marginales. Ya vimos en la tesis #8 como funciona la relación entre el primer mundo y el tercero. Si nos concentramos en las estadísticas generadas por el primer mundo, obtenemos los mismos resultados distorsionados que sólo centran su atención en la realeza medieval excluyendo a los campesinos quienes generaban las riquezas de las que dependían aquellos más alto en la jerarquía. La esperanza de vida global resulta ser una medida mucho más relevante que la de los Estados Unidos. Actualmente ese número llega a los 67 años, exactamente el número que Burton-Jones descubrió para las mujeres !Kung que sobrevivían en el Kalahari. Después de todos los avances increíbles que se han hecho a la esperanza de vida, los cuales se producen a una tasa menor por la reducción en el rendimiento de la investigación científica (un punto que abordo explícitamente en la tesis #15), apenas hemos logrado elevar la expectativa de vida a la de los forrajeros más marginados y frugales.
En la publicación de Caspari & Lee, “La edad mayor se vuelve común en la evolución humana tardía”, muestra una tendencia del incremento de la longevidad que no se remonta a los orígenes de la civilización, pero a la Revolución del Paleolítico Superior. Podemos apreciar que la longevidad del forrajero se extiende por el paleolítico superior, mesolítico y hacia los tiempos históricos previos a la carnicería desatada por la civilización. En esas áreas austeras donde no han sido aniquilados, la longevidad de los forrajeros continúa aumentando, incluso cuando la naturaleza marginal de sus ecosistemas les dispone una vida claramente ardua.
Arqueológicamente, podemos observar el declive rotundo en la esperanza de vida asociado con la innovación de la agricultura. Los montículos de Dickson, que se comentaron en la tesis #6, dan evidencia de una caída catastrófica en la expectativa de vida. Vemos repetirse el mismo patrón cada vez que la agricultura aparece. Hasta recientemente, la expectativa de vida de las sociedades agrícolas tendía a variar entre los 20 y 35 años, cuando incluso los forrajeros del Kalahari disfrutaban de una vida de 54.1 años como lo hacen hoy día. La expectativa de vida en el primer mundo llega a los primeros años de los 70; pero en el tercer mundo se mantiene a los 30.
El segundo criterio que el índice de la ONU mide es el conocimiento, pero utilizan el alfabetismo como base. Ya hemos discutido el elevado nivel de conocimiento presente en las culturas primitivas en la tesis #23, pero dichos sistemas de conocimiento sólo se escriben rara vez. Aunque resultan impresionantes, son una variedad diferente al conocimiento letrado. La medición de la ONU ignora sistemáticamente este cuerpo de conocimiento al sólo valorar el alfabetismo. Como exploró Walter Ong en Oralidad y letricidad, la oralidad aunque difiere enormemente de la letricidad, de ninguna forma es inferior a ella.
Es por el tercer criterio, “estándar de vida”, que el desastre que llamamos civilización puso al descubierto lo que el Índice de la ONU oculta con una métrica sistemáticamente sesgada, en este caso el producto interno bruto (GDP) per cápita y la paridad del poder adquisitivo (PPP) en dólares americanos. Esta métrica es intrínsecamente consumista que hace a un lado las “sociedades originales afluentes” del mundo. A través de la cuantificación exclusiva de riquezas innecesarias, se niega la riqueza que forrajeros poseen en abundancia. Aunque los forrajeros logran la equivalencia para los primeros dos criterios, presiden por mucho el tercero.
En la primera sesión de una clase de introducción a la economía, se enseña el concepto de escasez, que se presenta como una verdad irrefutable que forma la inamovible piedra angular de toda teoría económica. La escasez simplemente significa que no hay suficiente cantidad de un recurso para satisfacer los deseos de todos; por lo tanto, algún sistema debe de establecer el control de acceso al recurso escaso. Como Marshall Sahlins señaló en su famoso ensayo, “La Sociedad Afluente Original”:
Las sociedades capitalistas modernas, aunque estén dotadas de riquezas, se dedican a la expansión de la escasez. La insuficiencia de medios económicos es el principio basal de las personas más ricas del mundo.
El sistema de mercados basado en la industria institucionaliza la escasez como ninguno otro ha hecho. Donde la producción y distribución se organizan en torno al comportamiento de los precios y cuando la supervivencia de todos depende de su capacidad para obtener y gastar, la insuficiencia de medios materiales se vuelve explícitamente el punto donde se origina el cálculo de toda actividad económica.
Como resultado, la escasez no es una propiedad intrínseca de los medios tecnológicos. Es una relación entre medios y fines. Debemos de concentrarnos en la posibilidad empírica que los cazadores actúan así por motivos de salud, un objetivo finito para el que arco y flecha se adecuan a su particular fin.
Sahlins da detalles de la riqueza que los forrajeros disfrutan. No acentúan el valor de las posesiones, ya que son armas de doble filo para la vida nómada. Como los instrumentos que necesitan se fabrican de materiales abundantes, gratuitos y disponibles en todo momento, los forrajeros se muestran despreocupados de su pertenencias. Como Martin Gusinde comentó de su estancia con los Yahgan en El Yamana:
El observador europeo se lleva la impresión de que los indígenas no asignan valor a sus utensilios y que han olvidado el esfuerzo que les ha tomado fabricarlos. En realidad nadie se aferra a sus pocos bienes y enseres que a menudo se pierden fácilmente, pero que se reemplazan con igual facilidad… El indígena no muestra cuidado cuando podría convenirle. Los europeos son propensos a sacudir la cabeza ante la indiferencia ilimitada de estas personas cuando arrastran por el lodo objetos nuevos, indumentarias preciosas, provisiones frescas y objetivos de valor o al dejarlos a la voluntad de niños y perros… Los artículos costos que se les regala son valorados por algunas horas, durante la curiosidad que puedan inspirar; después los abandonan al deterioro en el lodo y humedad. Con menores posesiones, viajan con mayor confort y lo que se llegue a arruinar lo reemplazan cuando sea posible. Por lo tanto son completamente indiferentes a cualquier posesión material.
Sahlins destaca que los forrajeros se alimentan de una dieta increíblemente variada, de forma tal que viven con una gran seguridad de que no pasaran hambre. Le Jeune se frustraba con la actitud tranquila de Montagnais por lo que escribió que:
En la hambruna que pasamos, si mi anfitrión tomaba dos, tres o cuatro castores, inmediatamente, fuera día o noche, se disfrutaba de un festín para los vecinos. Y si esas personas habían capturado algo, también invitaban a su festín, así que, saliendo de un festín, se iban a otro y a veces a un tercer o cuarto. Les dije que no sabían administrarse, y que sería más conveniente que reservaran estos alimentos para días futuros, de esta forma no pasarían hambre. Se rieron de mí. “Mañana”, le respondieron, “tendremos otro festín con lo que capturemos”. Sí, pero lo más común es que sólo atrapen fríos y vientos.
A Le Jeune (otra perspectiva europea) le preocupaba cómo iban a sobrevivir, pero los forrajeros tenían tal confianza de su capacidad para proveer alimento, que se rehusaban a almacenar comida agasajándose sin limitaciones. Entre la mayoría de los forrajeros, el concepto de hambruna es impensable.
Si esto pudiera representar cualquier tipo de “Eden” primitivo, entonces queda caracterizado por el evangelio, “Mira a los pájaros en el aire; no siembran, cosechan, ni almacenan granos, y aún así, nuestro Padre celestial los alimenta”. (Mateo 6:26) Por supuesto, los forrajeros pasan periodos magros como todos, y Sahlins supone que hay más que sólo ideología en su desinterés por guarecer alimentos: “Inmovilizados por la acumulación de inventario, las personas pueden sufrir si lo contrastamos con la cacería y recolección que podría pasar en otro lugar, donde la naturaleza ha acumulado sus propios alimentos, aún más deseables y diversos que la cantidad que puedan almacenar”. Un almacén de alimento obstaculizaría su capacidad de moverse, lo cual los llevaría forzosamente al sedentarismo y como efecto a sobre explotar un área dada.
Para acumular dicha abundancia, los forrajeros trabajan mucho menos de lo que nosotros trabajamos hoy. El análisis inicial de Richard Lee de los !Kung, ha sido resumido con claridad por Sahlins:
A pesar de la lluvia anual baja (20 a 30 cm), Lee encontró en el área de Dobe una “sorprendente abundancia de vegetación”. Los recursos alimenticios “eran tanto variados como abundantes”, particularmente ricos en la nuez mangetti, que “era tan abundante que cada año había millones de nueces putrefactas en el suelo porque nadie las recogía”. Las cifras de los forrajeros implican que la labor de caza y recolecta de un solo hombre dará sustento a cuatro o cinco personas. Aceptando estos valores, el suministro de comida de los forrajeros es más eficiente que la técnica francesa de cultivo previa al periodo de la Segunda Guerra Mundial, cuando más del 20% de la población se dedicó a alimentar a todos los demás. Honestamente, la comparación es engañosa, pero aún más, es increíble. En el total de la población de forrajeros libres que Lee contactó, el 61.3% (152 a 248) eran productores eficientes de alimentos; los demás eran demasiado jóvenes o viejos para contribuir de forma importante. En el campo particular bajo estudio, sólo el 65% era “efectivo”. Por lo tanto la razón entre los productores de comida y la población general es en realidad de 3:5 o 2:3. Pero este 65% de las personas “¡trabajaba 36% del tiempo, y el 35% de las personas no trabajaban en absoluto!”
Cada trabajador adulto laboraba de dos a un día y medio por semana. (En otras palabras, cada individuo productivo se sostenía a sí mismo y a algún dependiente y contaba con 3 a 5 días disponibles para otras actividades.) El “trabajo de un día” duraba seis horas; por lo tanto la semana de trabajo de los Dobe era de aproximadamente 15 horas, o un promedio de 2 horas y nueve minutos al día.
Esta es la referencia de la estadística de “dos horas al día”, pero ha sido atacada por críticos que señalan que Lee no contó otro tipo de actividades necesarias como fabricación de herramientas y preparación de comida. Por este motivo, Lee regresó a expandir su estudio con estas definiciones revisadas de “trabajo”, y regresó con una cifra de 40-45 horas por semana. Esto pareciera probar que los cazadores recolectores no disfrutan de más tiempo libre que los trabajadores industriales, pero la misma crítica que atacó los números de Lee también aplica para nuestra “semana de 40 horas de trabajo”. No sólo se está transformando en una reliquia del corto periodo entre las victorias de las uniones de trabajadores y el final de la era del petróleo, ya que actualmente aumenta entre 50 o 60 horas semanales de trabajo, pero también excluye la ida al supermercado, las diligencias domésticas diarias y la preparación de alimentos, lo cual engordaría el conteo actual. Finalmente, para los forrajeros, la diferencia entre “trabajo” y “juego” no está tajantemente delimitada con la claridad con la que lo hacemos nosotros. Los forrajeros las mezclan libremente, intercalando caprichosamente su trabajo mientras juegan (o jugando mientras trabajan). La definición de trabajo que engrandece el total a 40-45 horas semanales incluye cada actividad que pueda ser considerada sin distinguir su naturaleza laboral o lúdica. Incluso las actividades claramente identificadas como “trabajo” para un forrajero, resultarían ser cosas que reservamos para nuestras vacaciones: caza, pesca o caminatas en campos silvestres.
Asumimos que la agricultura permitió a las poblaciones experimentar un mayor ocio y como consecuencia, tiempo para desarrollar la civilización. Al contrario, la agricultura redujo drásticamente nuestro tiempo de ocio y calidad de vida. La civilización es un artilugio para salvar lo que podamos de una forma de vida que es difícil y que no se adapta a la naturaleza humana. Las mediciones típicas para calidad de vida están severamente sesgadas y por una buena razón: no podemos concebir la abundancia y afluencia que disfrutan los forrajeros. Tienen una salud mejor que la nuestra, una dieta confiable y diversa mejor que la nuestra y tienen ocio a diferencia de nosotros. Los últimos 10,000 años han constituido un desastre sin mitigar en todas las dimensiones posibles. La civilización no tiene precedentes para el tamaño y velocidad de su fracaso.